La coherencia en la lucha contra las drogas no puede ser un discurso vacío: debe empezar por desmontar la impunidad de las élites y dejar de convertir al campesino en el único rostro visible del narcotráfico


Por: Edilson Huérfano Ordóñez
Candidato a doctor en comunicación – Universidad de La Plata / Centro de Investigación Orlando Fals Borda

Análisis político sobre el laboratorio de cocaína en finca de un embajador y la incoherencia de la certificación antidrogas de Estados Unidos

La lucha contra el narcotráfico en Colombia ha estado marcada por contradicciones y dobles raseros, tanto a nivel interno como en las exigencias internacionales. Un caso que revela con crudeza esas contradicciones es el del embajador que en Cundinamarca tenía un laboratorio de cocaína en su finca y que, a pesar de la gravedad de los hechos, nunca pagó política ni judicialmente por ello.

Este episodio deja en evidencia las asimetrías del poder, la selectividad de la justicia y la hipocresía con la que se evalúa la política antidrogas.

El caso del embajador y la impunidad

El hallazgo de un laboratorio de cocaína en una finca propiedad de un embajador debería haber generado un escándalo institucional de grandes dimensiones. Sin embargo, los hechos se diluyeron en el tiempo, se relativizó su impacto y el diplomático en cuestión no enfrentó las consecuencias judiciales correspondientes.

Esto pone en cuestión la legitimidad de un sistema que persigue con rigor a campesinos cocaleros, raspachines y pequeños actores, mientras que altos funcionarios cuentan con una red de protección política que los blinda.

La impunidad en este caso no solo es un reflejo de desigualdad jurídica, sino también de la captura de las instituciones por élites que gozan de privilegios frente a los crímenes relacionados con la droga.

El papel de Estados Unidos y la certificación antidrogas

Cada año, Estados Unidos evalúa y certifica a Colombia en la lucha contra el narcotráfico. Sin embargo, resulta profundamente contradictorio que el país norteamericano pretenda erigirse en juez, mientras en Colombia altos funcionarios pueden tener laboratorios de cocaína en sus fincas sin consecuencia alguna.

De seguir esta lógica, pareciera que para ser parte del gobierno o para recibir el aval internacional, “cada ministro tendría que tener su propio laboratorio de droga”.

Una ironía que refleja cómo la exigencia externa se convierte en un mecanismo de presión política, pero que ignora la corrupción y los privilegios que minan la lucha real contra el narcotráfico.

La incoherencia estructural de la lucha antidrogas

El problema no radica únicamente en un caso aislado. Lo que este episodio muestra es una incoherencia estructural: mientras los Estados Unidos demandan sacrificios, erradicación forzada y persecución a comunidades vulnerables, se tolera —en silencio— la complicidad de élites políticas y diplomáticas en la cadena del narcotráfico.

Ello evidencia que la política antidrogas ha sido más un instrumento de control geopolítico que una estrategia real de transformación. El campesino es criminalizado, el raspachín encarcelado, mientras los sectores de poder logran evadir cualquier sanción.

El laboratorio de cocaína en la finca de un embajador en Cundinamarca es una metáfora de la lucha antidrogas: desigual, hipócrita y profundamente marcada por intereses de poder. Colombia no puede seguir siendo juzgada con una vara doble; y Estados Unidos, antes de exigir certificaciones, debería también exigir responsabilidades a quienes desde el poder han contribuido al problema.

La coherencia en la lucha contra las drogas no puede ser un discurso vacío: debe empezar por desmontar la impunidad de las élites y dejar de convertir al campesino en el único rostro visible del narcotráfico.

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