Hoy amanecimos con la noticia del asesinato del periodista y líder social Rafael Moreno. De nuevo, en una mañana, la violencia nos impone su impronta, como forma de recordarnos que no podemos vivir en paz.

Este hecho, como los miles que se registran en Colombia, es la realidad de que nos resquebrajan los sentimientos, las voluntades, en ese afán por quitarnos la vida, la libertad.

Eso es la violencia, truncar la posibilidad de existencias pacíficas, tranquilas, porque además de quitarnos la vida de las personas, buscan arrebatarnos el derecho a vivir en sociedad, en familia.

Con el asesinato de una persona se acaba la estabilidad emocional de los núcleos familiares, los cuales terminan fracturados irremediablemente. De paso se acaba la sociedad. No vuelven a ser las mismos, luego que despedimos a nuestros seres queridos, las víctimas terminan por ser más que resilentes, toman drásticas decisiones de huir, de apartarse, de ir por mundo dejando atrás todo.

Los sobrevivientes terminan repartidos por el mundo, cada quien viendo cómo superan el dolor, cada quien por su lado, cada quien soñando vivir en paz. Cada quien buscando sobrellevar el dolor.

El Cauca no es la excepción: cada día las personas tienen que cambiar sus vidas, adaptarse bruscamente a continuar ‘viviendo’, con ganas o sin ganas. Y a pesar que se aprende a no llorar, las lágrimas nunca se secan.

Porque además de la partida, se debe aprender de que esos casos quedan en la impunidad, y por el terror que imponen los responsables de estas muertes, el silencio es un trago amargo que se debe aceptar para poder continuar.

Sí, en el Cauca son miles y miles de casos. Líderes sociales, empresarios, policías, soldados, alzados en armas, en fin, ciudadanos que caen y caen por las balas, sin que que exista posibilidad de encontrar una respuesta que calme esa angustia que causa la pregunta de por qué los mataron.

Y surgen como como fantasmas esos pretextos que surgen como explicaciones: lo mataron porque traicionó a varias mujeres, porque era policía, porque era soldado, porque se metió donde no debía, porque era la hora. Porque no guardó silencio. Porque fue así y punto. Eso es la muerte en la vida de los colombianos, en nuestras existencias.

Ahora, por último, se debe aceptar que la muerte nos cambie el camino, sin que podemos retornar a los trayectos que teníamos con nuestros seres queridos, a veces, sin poder abrazarnos para calmar la tristeza de que nuestros familiares ya no están. ¿Hasta cuándo vivimos en ese estado?

Correo del autor: franacal1982@gmail.com

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